jueves, 1 de enero de 2009

Viajes

Me dí cuenta de que no puedo viajar en colectivo sin un libro en mi mano: me siento perdida. Es inevitable que, al sentarme, pierda la vista en el paisaje huidizo y, sin embargo...
Espero el colectivo, impaciente por subir y encontrar un asiento en el cual encaramarme para encarar mi lectura tranquila, con la ciudad de testigo fugaz. Subo, pido el boleto, me siento y abro las hojas como lo haría con un paño de seda. Leo una dos, tres líneas, un párrafo entero. Alzo la vista un segundo, reteniendo las imágenes que acaban de irradiarse a mi cuerpo desde el papel y lanzo los ojos a través de la ventana (que estará sucia) momento en el cual mi imaginación se desata: las imágenes frente a mí se mezclan con las que surgen entre mis manos y un mundo aparte cobra vida. Los personajes hacen cosas incoherentes a su historia y se transforman en otros, íncubos o sueños deliciosos que moran esos pequeños intervalos entre la realidad y el sueño, entre el cuerpo y lo etéreo que es el viaje (no estar y estar en potencia en todos lados, como una omnipresencia al precio de la ausencia).
Cuando me baje de este colectivo, las imágenes se esfumarán como los magos de los dibujitos animados. Inútil intentar retenerlas.
Cuando retome el libro, no recordaré nada de lo que intentaron hacer esos personajes mientras les abrí la jaula: serán los entrenados monitos que el escritor envió a hacerme el show.