jueves, 18 de diciembre de 2008

¿Cómo escribir?

Y uno se lo pregunta, porque necesariamente se lo pregunta: ¿cómo llegan a la publicación los que son de hoja y cartón plastificado?
Paseamos los ojos por las librerías y distinguimos nombres, títulos, encuadernaciones... y talentos. Y ahí la pregunta recrudece: ¿Cómo?
Nadie duda de la necesidad que siempre hubo y habrá de los grandes clásicos, de los fundadores de las literaturas nacionales, de quienes escribieron inluso antes de que hubiera naciones o lectores... Lectores... He ahí la cuestión: los lectores. ¿Qué clase de lector compra literatura? Aquél que bajo ningún concepto puede renunciar al principio del placer, aquél que saborea las palabras y las frases como si fueran perfume, o música. Y al saber esto y evocar la dulce sensación, surge ese monstruo peludo y oscuro por el rabillo de la mente que se escapa cuando queremos puntualizarlo: ¿es que acaso hay en la tierra gente que lee sin prestar atención a la cuidadosa elección de las palabras, a la meticulosa formación de una frase? Sí, señores los hay, porque si no los hubiera, mirando el catálogo de más vendidos, deberíamos decretar la muerte indefectible del buen gusto. Pero aunque no sean mayoría, los buenos resisten... Consuelo de las almas golpeadas por el ruido de las bocinas, por las palabras a tijeretazos de la vida diaria, por las palabras gastadas y descoloridas de tanto uso. Y después está la mayoría. Son éstos la masa informe que deglute recetas para el buen vivir, historias edulcoradas con moralina o experiencias reales de gente común, textos donde lo que importa es el contenido (preparen la soga y consíganme un ejemplar de "Prosas Profanas" para que me acompañe a la tumba). Es ése el momento de la Gran Angustia (sí, con mayúsculas como la Primera y la Segunda Guerra Mundial), cuando nos dicen que son libros de contenido... Pero... Pero...
No, inútil explicar que el ritmo y los sonidos son una parte deleitable del lenguaje, que los centauros de la poesía de Darío son más reales que los personajes de esas historias de gente común, que los poemas de Martí llegan al corazón más que ninguna novela de mujeres, que Shakespeare sabe más del espíritu humano que cualquier neo chamán del buen vivir... Inútil.
Y bajamos la cabeza y nos preguntamos en qué mundo hemos nacido para escribir, cómo es posible tener una vocación anacrónica y el corazón tan lleno de cosas que sólo pueden decirse en determinadas palabras... palabras que ya nadie entiende porque están demasiado acostumbrados a las palabras cotidianas de la gente común y han perdido el gusto por aquellas que sabían evocar la música de los faunos y las risas de las ninfas.
¿Cómo se escribe en un mundo cuyos seres han endiosado lo común, dejando sólo al vate en la selva sagrada? ¿A quién admirar y llamar maestro si las luminarias, agriadas por el descontento de la soledad, nos han abandonado?

miércoles, 10 de diciembre de 2008

La escritura y las ciudades

A veces uno está inspirado.
No es que quiera hablar en desmedro del trabajo de la escritura, pero creo que uno tiene esos días en que las letras fluyen con tanta facilidad que cualquier otro intento, en cualquier otro día y lugar, parece un terrible tormento.
Uno puede pasarse años esperando ese momento si sólo se deja llevar por las ganas y las energías, después de todo ¿quién tiene energías en las ciudades de hoy día?
Sin embargo... y sí, se la veían venir...
Cuando uno no puede escribir, sentarse y esforzarse puede resultar en un bloqueo aún más grande que la mera falta de ganas: la constante tentativa de plasmar nuestros pensamientos puede llevarnos a la desesperación si no lo logramos o, aún peor, el permanente esfuerzo por encontrar temas de representación puede llevarnos a un agotamiento mental. Claro que, si no encontramos temas en la gran ciudad, llena de tipos y caracteres, ¿dónde vamos a hacerlo?
En cualquier otro lado, después de todo no es lo interesante el espectáculo sino la lente con la que se lo mira la que lo vuelve escribible, ¿o me lo van a negar? Ahora es cuando arguyen que hay cosas realmente desopilantes que uno no puede dejar pasar, pero entonces hay que tener en cuenta que no todos estamos hechos para escribir sobre "desopilaciones".
Los habitantes de la gran ciudad sabemos que, para poder escribirla, hay que ser parte de ella y, al mismo tiempo, mirarla como turista. O sea, hay que ser la mejor esponja de la Michelin (y ver el paisaje ajeno como propio de tanto conocerlo) o el mejor niño eterno (y jamás perder la capacidad de sorpresa frente a lo que tenemos delante).
Sea como sea, entre talento y trabajo hay un fino equilibrio que es difícil de mantener agotados por las exigencias de las ciudades pero imposible de lograr sin su permanente inspiración.

viernes, 5 de diciembre de 2008

La palabra justa

Para muchos de nosotros que amamos escribir más allá de nuestro talento, el blog es una excelente descarga de tensiones. Podemos elaborar las historias que queramos sin tener que rendirle cuentas a nadie más que a nuestra conciencia, pero (siempre que las cosas son buenas hay un pero de por medio) la extensión es regla. Hay una verdad más verdadera que el color del cielo o de las nubes y es que el lector promedio de blog, no tolera los escritos largos. Por ende, si queremos trasponer las barreras de la soledad, los escritores debemos atenernos a la brevedad. Pero claro, acá comienza el gran dilema: ¿cómo ser efectivo en las imágenes, cómo recrear todo un ambiente o caracterizar personajes en pocas palabras? Y la respuesta es evidente y dolorosa: eligiendo la palabra justa. ¿Por qué dolorosa se preguntarán ustedes? Porque la palabra justa es diferente en cada caso. No, en serio, es diferente. Para alguien como yo la palabra justa es aquélla que etimológicamente dice lo que quiero expresar, pero para otros, la palabra justa es la que evoca (por semejanza, proximidad fonética o vivencial) la idea que pretendo transmitir. Nos vemos entonces en la disyuntiva de los viejos tiempos: ¿para quién escribimos? Los tiempos modernos nos han privado del lujo de la extensión a cambio de la vida, pero nos han obligado a conocer a la masa informe que se mueve detrás de los circuitos y transita el mundo en haces de luz a riesgo de perder la vida que ofrecen. Será cuestión de desarrollar una nueva erudición donde las palabras brillen cada una y sean impermeables para poder siempre mantener el poder y no perderse en las uniones deliciosas y licenciosas que debilitan su significado individual.

sábado, 22 de noviembre de 2008

Prolijidad

Es cierto que fui siempre prolija: no me entiendo en medio del desorden. Tal vez sea producto del gran desorden mental que pide un orden fácil en las cosas del mundo para poder captarlas o tal vez sea producto de una rigidez cerebral que impida la comprensión de las cosas que no son militarmente ordenadas. Sea como sea, arruino cualquier diversión.
Dada la consigna de hacer un cuento para chicos, me largué a escribir: amo las historias en las cuales todo vale y, en ésta, había que transformar un objeto. Mi muelle se hacía barco y lanzaba al protagonista a una isla misteriosa en medio del Atlántico en plena noche, aunque en la isla era de día... Una trama que, en manos de cualquiera, era prometedora. En las mías también.
Me dejé llevar por la punta roll de mi birome y, para cuando terminé, tenía en mis manos un ejemplo de prosa y gramática correctas, una joya de la redacción y un aburrimiento soberano. Como dijo quien lo escuchó de mis propios labios: "No tengo nada que marcar, está todo en su lugar". Y no sé por qué me supo a la peor crítica que hubieran podido hacerme.
Me dije que no debería estar todo en su lugar, que para ser divertidas, las historias tienen que descontracturar los pensamientos y desquiciarlos con la imaginación. Si todo está en su lugar, es ignorable, como todos bien sabemos, como aquella carta inconveniente que nadie pudo encontrar en el cuento de Poe porque estaba, justamente, en el lugar de las cartas. No llamaba la atención, estaba en su lugar.
La literatura tiene que poder sacarnos un poco de lugar, tiene que lograr la catarsis de las pupilas dilatadas y los párpados abiertos de par en par, o la relajación ausente de las elucubraciones acerca del posible desenlace de la acción, o llevarnos a la repetición de esa frase orgásmica. Sin estas posibilidades de desmontar la percepción y dislocarla un poco con la imaginación, con los sonidos o las imágenes, los textos se vuelven dignos de un manual de escuela: ejemplo perfecto de una redacción prolija y nada más.

sábado, 15 de noviembre de 2008

"prosas"

El objetivo era poder escribir con un número adecuado de clichés y un lenguaje "de barrio" (porque parece que en todos los barrios de la república se habla de la misma manera) alguna escena donde una circunstancia o hecho menor se convirtiera, para los personajes, en cuestión de vida o muerte. De más está decir que no me salió. Pero no es un fracaso mediano, de esos que se superan con práctica, no: es un fracaso esencial, como que no puedo ponerle salsa de tomate a un panqueque con dulce de leche, una cosa así.
Terrible la sensación de inadaptada social (o cultural, dependiendo el campo de estudio desde el cual me hagan la biopsia) que me invadió al enfrentar la hoja en blanco y decirme que hasta el mismísimo Borges había incursionado en escrituras de tipo "barrial", para divertirse, ¿vio? Nada, no lo conseguí ni un poquito. Parece que aquél barrio que dejé hace ya 15 años, lo dejé, de verdad, anclado al otro lado del Leteo y Mnemosine no quiere venir en mi ayuda.
No puedo explicar la vergüenza y la frustración de sentirme "menos argentina" por no poder esgrimir con absoluta soltura un tono de intimidad callejera, de complicidad veraniega a la sombra de los moros, de secarse al sol contra la pared de ladrillos...
Será que aprendí a hablar de los libros, o tal vez que mis viejos me mataban si me escuchaban usando algunos de los términos de por ahí. Quién sabe. La cuestión es que cuando me enfrenté al mundo de barrio posible, en mi papel no hubo conjuro y el universo de facturas con mate faltó a la cita.

domingo, 9 de noviembre de 2008

Sueños

Las palabras desgarradas de una mujer a la que le han arrebatado la posibilidad de amar suenan hace más de diez días en mi casa: resuenan en los pasillos, en las paredes y hasta en mi memoria.
Sus palabras simples, su falta de adjetivos lo hace todo tan sórdido y tan profundo que dan ganas de llorar. La articulación de su voz se deshace en gránulos de dolor y resbala sobre mi piel como si fuera mi propio dolor. Pero ya no lo es.
Los mundos posibles del papel se han vuelto demasiado reales, muy marrones y grises como las ciudades y ya no tengo ganas de reformularlos. Arranco las hojas y comienzo de nuevo tantas veces que ya he desplumadno universos enteros en mis esfuerzos por dejar atrás toda memoria.
Y entonces la noche me alcanza.
Poblada de misterios como pocos lugares, la oscuridad se extiende sobre mi cuerpo tibio y desparrama las criaturas de mi mundo real sobre mis sueños y se vuelven míticos: la selva negra alemana con su frío y su humedad, con sus atrocidades, se alza sublime delante de mí, tras el río que delimita mi pueblito feliz donde aun brilla el sol de la infancia. Pero al cruzar el río, al partir de los Campos Elíseos, las almas insepultas del pasado se abalanzan sobre mí y me piden con gritos de ojos enrojecidos que vuelva a la ciudad, que regrese y hable.
Huyo.
Al volver no puedo hablar, el terror me invade y a corta distancia una niña me observa reprochando mi silencio.
¿Es que puedo acaso hacer más? Ya sé lo que ella responde aunque se calle: sí, podés. Creá esos mundos de papel donde la ausencia y la partida no existan, donde las noches fatídicas sean un oxímoron y en los que el sol de la infancia nunca llegue a alumbrar la selva siniestra.

jueves, 30 de octubre de 2008

Flashes

Dominada por la parálisis, me subo al colectivo.
Cada vez que me desplazo, surgen las palabras. Como centímetros en el camino que recorro, las sílabas se unen y sus uniones tienen sentido. En el mismo momento en que me detengo para capturarlas, se desvanecen en el fino aire que me rodea. Esquivas a las redes de mis lápices, las palabras surgen solamente cuando estoy en viaje. En este momento y mientras escribo esto me doy cuenta de que las palabras son el viaje, son la manera de llegar a tantos destinos diferentes... Solía pensar la hoja en blanco como todos los mundos posibles, mucho más que un Alef: la Biblioteca de Babel misma. Ahora, mientras releo mis propias palabras, mientras re-corro lo que anduve, veo que las oraciones se contorsionan en senderos que delinean el mundo, que nos llevan a lo que sabemos que está ahí o a lo que ignoramos detrás de la próxima curva.
No sé lo que me depare el destino, no puedo ver más allá de la curva de esta noche, pero mientras me muevo por el teclado, las palabras forman oraciones y sus distancias me alejan del dolor.
El colectivo se detiene y las imágenes no valen la pena ser retenidas: son sólo historias tristes, dolorosas, nada como lo que solía ver cuando él aún estaba conmigo. A su lado, escribí la única historia feliz que tengo en mi haber. Tal vez, sólo esa escriba en mi vida.
Mientras tanto, la antigua miseria ha vuelto a poblar mis duelos de papel y lápiz.

martes, 14 de octubre de 2008

Momentos

Como escritores, la vida es puro material sin procesar. No siempre el material es maleable.
Como todo sistema de información, nuestro cerebro es suceptible de sobrecargarse. En este momento tengo una sobrecarga y un vacío que ya no se llena.
¿Cómo se escribe en momentos así? ¿Cómo encontrar la voz que juega con cada cosa cuando está inundada en lágrimas?
No puedo escaparme de esas sensaciones ni puedo dejar de ligarlas a los hechos particulares del caso. No logro procesar y rearticular. No logro escribir. El mundo se volvió duro, impenetrable.
La vida tiene momentos de recapitulación, de realistamiento de tropas (como diría papá), de reaoganizar pensamientos (como diría mamá), de meterse a la ducha y que el agua se lleve las lágrimas disfrazadas (diría yo).
Lo único que me sale en este momento me suena un eco de mi propia voz: "Te extraño."
No hay soledad más atroz que la de la ausencia, no hay dolor más grande que el amor.

viernes, 10 de octubre de 2008

Monólogo interno

Lo difícil del monólogo interno no es, como muchos pueden pensar, lograr el corte de la linealidad. No. La línea se corta sola cuando uno comienza a divagar y se deja llevar olvidando que escribe. Lo realmente dificil es meterse en los pensamientos del otro, lograr ser esponja y dejarse empapar por palabras y asociaciones que no nos pertenecen. No siendo esto bastante dificil, se nos plantea el hecho de adoptar una lengua que, tal vez, no nos pertenezca. Esto va a suceder si logramos alejarnos de nosotros mismos. En ese caso las dificultades crecen. Cuando uno hace las cosas bien, los peligros parecen multiplicarse.
Casi sucede lo mismo en la vida real, donde las personas realizan acciones que interpretamos desde nosotros mismos, incapaces de entender sus razonamientos o siquiera de intuirlos, los juzgamos (cosa inevitable) y hasta osamos sacar conclusiones.
Los personajes son entoces víctimas de escritores que, como personas, no logran sentir más allá de su pequeño mundo personal, que no logran solidarizarse con otras formas de divague y que, entonces en sus ropas de escritor no logran escapar a los estereotipos o a su lengua (la que todo lo llena y abarca ciñéndose sobre nosotros como unmonstruo en estos momentos) a las suposiciones o a los juicios.
Sea como sea, en el papel y en la vida, los zapatos ajenos son la cosa más molesta y más difícil de calzar.

viernes, 3 de octubre de 2008

De amores y cópulas

Leyendo por ahí, entre hojas perdidas, he llegado a la conclusión de que escribir y hacer el amor, son muy parecidos.
Uno comienza de la forma más atractiva posible y poco a poco va desplegando encantos para mantener la atención fija en nuestras acciones: las palabras acarician las superficies suaves de las hojas, las pulen en haces de luz hasta dar esa chispa de colores inciertos pero brillantes que, en un instante, inunda de significado el texto y lo deja empapado de sensaciones.
El lector, en este punto, cautivado por la lectura no puede detenerse y continúa, sigue sin pensar, incapaz de dejarla hasta llegar al último punto, al final.
Abrazados entre las letras, lector y escritor, se deslizan por las palabras en una dupla imposible, real pero imaginaria: el lector existe y siente placer con las acciones del escritor que también existe y siente el placer de hacer gozar al lector aunque los dos no existan juntos nunca. Los lectores se multiplican y esa faz que el escritor pudo entrever mientras escribía, ese amante ideal que entenderá todos sus giros, cópulas y adyacencias, se vuelve caprichoso, inconstante, ciclotímico. El terror inunda al escritor que, llegando al climax, se derrumba por el declive del placer que le otorga hace gozar al otro y se estrella en esa masa polifacética y cambiante que lo aterra. Cuando la lectura haya terminado, el terror disipado de la muerte se externderá por los mienbros de quien escribe y lo llevará a acariciar las teclas una vez más, a recomebzar el idilio porque, aunque no sea perfecto, el lector es nuestro amante preferido.

sábado, 27 de septiembre de 2008

Un capucino, por favor

En las soleadas calles de Buenos Aires, los cafés empiezan a poblarse de gente que se da al placer de las más variadas bebidas. Entre ellas, el preferido es y (me atrevo a decir será) el café. Ajenos a las vastísimas variedades italianas gozamos, sin embargo, de algunas propias como la lágrima, el cortado y el capuchino. Ah, veo que abren los ojos como dos monedas de oro... Y sin embargo, el capuchino ya es una variedad propia. Hemos dejado atrás el néctar de café, chocolate, crema y canela para darle un nombre sofisticado al antiguo cortado en jarrito. Pero las cosas se complican un poco más y, fanáticos como somos de las historias fantásticas propias del Buenos Aires de Borges, dejamos que los antiguos nombres coexistan en las cartas y tenemos el tupé de agregar a un costado "a la italiana". Claro, frente a semejante aclaración, el paseante no puede menos que exclamar asombrado "¿Es que acaso hay otro tipo de capucino que no sea a la italiana?" El mozo que, invariablemente, no tendrá más de 24 años lo mirará como se mira a un dinosaurio y explicará con pocas ganas que el capuchino es otra cosa y que la carta, gracias a cierto internacionalismo del que goza, puede ofrecer, además, el capuchino como se hace en la msimísima Italia. Resignados, pediremos "la variedad internacional" y nos quedaremos pensando qué entenderá este mocoso por "cortado en jarrito". Al instante nos damos cuenta de que, seguramente nos miraría sin un dejo de paciencia y nos explicaría que tal cosa no existe, que se llama capuchino.
Y es que cuando las palabras dejan de señalar inequívocamente, se prestan a la chanza y a la broma sobre aquellos que pensábamos que algo había en las cosas que justificaba el nombre. He notado que los mocosos de 24 años que suelen trabajar en los bares, han dado con la refutación a la teoría Benjaminiana del lenguaje: las palabras y las cosas no tienen reminiscencia alguna con el lenguaje primordial, señalan lo que se nos antoja que señalen. Y punto.

jueves, 25 de septiembre de 2008

Re-escrituras

La re-escritura es el comienzo obligado de todo escritor que intente hacerse camino en esta labor: siendo joven y sin mucho que decir o sin saber cómo, apelar a la escritura de ideas ajenas puede ayudar a esclarecer las propias. Los venerables ancestros vivientes se encargan de aclarar que antes de comenzar la re-escritura de cierto material, se debe leer atentamente, captar la idea y masticarla, procesarla según la propia realidad e intimidad.
El jovenzuelo se larga entonces a noches enteras de lecturas y busca entre las páginas polvorientas de su biblioteca el relato que le haga despertar esas ansias de escribir. Uno a uno surgen como invocados por la magia, los autores de la infancia, de la adolescencia y se llega finalmente a los de la juventud. Todos han dicho lo que dijeron de la mejor manera posible, no es posible darle otra forma a lo ya dicho sin cambiar su esencia. Pero en ese preciso momento en que el joven está por rendirse, se percibe entre las rendijas de ciertas líneas, una idea.
Sí, la gloriosa idea pura emerge de las palabras de algún hombre enterrado ya con los honores correspondientes y se larga entonces el futuro escritor a la labor de la masticación, del procesamiento. Y mientras lee y re-lee se pregunta si habrá entendido bien, si la re-elaboración que surge de a poco en su mente será apropiada a esta idea, y no se pregunta (porque no se lo permite) si debe serle fiel a esa idea o sólo dejarla divagar y cobrar otra forma, metamorfosearse en algo completamente diferente y por lo tanto completamente propio. No, lo propio aun no sirve, aun no se han tragado tomos y tomos de la Britannica, no se ha devorado los Annales y no han escrito dramas modernos según los principios griegos. Pero tiene un idea, ¡una idea ajena!
Sin embargo, pasan las horas, los días y la idea se vuelve tortuosa, se deforma, los que leen sus elaboraciones dicen que no ha sabido captar el verdadero meollo del asunto, que no ha sabido leer con justicia. El joven se ofusca pensando que no sirve para esto, que no sabe juzgar su propio talento, odia sus letras y piensa que no es digno de las ideas de otros, que mejor que ellos nadie lo dirá jamás y que todo está dicho. Y ahí surge de nuevo: todo está dicho, pero todo puede decirse de nuevo, siempre de manera diferente. Y el jovenzuelo lo vuelve a intentar, se devana los sesos y manda al cuerno a los venerables y a los que hablaron antes y no se dejan abordar ahora, a los libros y a los críticos, a todos menos a la idea. Esa Atenea de los escritores que causa desvelos y se viste y disfraza, que corre por los bosques de ladrillos sin dejarse atrapar nunca y en ese escaparse eternamente, construye los caminos que a los hombres tanto nos gusta caminar.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

Horrens

El pánico a la hoja en blanco es ya muy conocido por todos, escritores y no tanto.
Sin embargo, lo que no creo que se conozca tanto, y me temo que sea por una cuestión de orgullo, es el terror al ridículo de quien escribe y no puede parar. Aquellos a quienes se llamara grafómanos (que los hay de diferentes grados) poseen manos con dedos que jamás se detienen si hay frente a ellos, una hoja y un papel. Claro que el hecho de escribir mucho no hace al escritor y mucho menos al buen escritor aun cuando, en materia de literatura, no sea del todo válido el dicho de "lo bueno si breve..." Y aquí me detengo ¿Por qué me detengo? ¿Acaso supongo que todos conocen el dicho? Y así fuera, ¿por qué no pronunciarlo hasta el final, si aquí no hay saliva ni papel que salvar de las interminables repeticiones? No lo sé, pero me doy cuenta de que tiendo, yo también, al ahorro de lo consabido: ¿para qué decirlo si todos lo sabemos?
Bueno, yo no doy por hecho que ustedes, mis queridos lectores imaginarios (porque todos los lectores, cuando las palabras están siendo tipeadas, son sólo espectros de figuras vistas en las veredas) sepan nada antes de que yo lo diga. Tal vez a muchos mis escritos se les vuelvan repetitivos, tal vez a otros muchos se les hagan aburridos, pero ¿cómo sobrevivir a todo ese excedente de palabras que uno acumula en los recortes de sus creaciones en aras de la brevedad endiosada?
Volcándolo acá.
Y ahora, con el espíritu aliviado, sigo mi tarea de leer que, necesariamente, conllevará horas de acumulación de palabras que, tal vez, no lleven a nada concreto y deban ser, una vez más, volcadas aquí.