sábado, 27 de septiembre de 2008

Un capucino, por favor

En las soleadas calles de Buenos Aires, los cafés empiezan a poblarse de gente que se da al placer de las más variadas bebidas. Entre ellas, el preferido es y (me atrevo a decir será) el café. Ajenos a las vastísimas variedades italianas gozamos, sin embargo, de algunas propias como la lágrima, el cortado y el capuchino. Ah, veo que abren los ojos como dos monedas de oro... Y sin embargo, el capuchino ya es una variedad propia. Hemos dejado atrás el néctar de café, chocolate, crema y canela para darle un nombre sofisticado al antiguo cortado en jarrito. Pero las cosas se complican un poco más y, fanáticos como somos de las historias fantásticas propias del Buenos Aires de Borges, dejamos que los antiguos nombres coexistan en las cartas y tenemos el tupé de agregar a un costado "a la italiana". Claro, frente a semejante aclaración, el paseante no puede menos que exclamar asombrado "¿Es que acaso hay otro tipo de capucino que no sea a la italiana?" El mozo que, invariablemente, no tendrá más de 24 años lo mirará como se mira a un dinosaurio y explicará con pocas ganas que el capuchino es otra cosa y que la carta, gracias a cierto internacionalismo del que goza, puede ofrecer, además, el capuchino como se hace en la msimísima Italia. Resignados, pediremos "la variedad internacional" y nos quedaremos pensando qué entenderá este mocoso por "cortado en jarrito". Al instante nos damos cuenta de que, seguramente nos miraría sin un dejo de paciencia y nos explicaría que tal cosa no existe, que se llama capuchino.
Y es que cuando las palabras dejan de señalar inequívocamente, se prestan a la chanza y a la broma sobre aquellos que pensábamos que algo había en las cosas que justificaba el nombre. He notado que los mocosos de 24 años que suelen trabajar en los bares, han dado con la refutación a la teoría Benjaminiana del lenguaje: las palabras y las cosas no tienen reminiscencia alguna con el lenguaje primordial, señalan lo que se nos antoja que señalen. Y punto.

jueves, 25 de septiembre de 2008

Re-escrituras

La re-escritura es el comienzo obligado de todo escritor que intente hacerse camino en esta labor: siendo joven y sin mucho que decir o sin saber cómo, apelar a la escritura de ideas ajenas puede ayudar a esclarecer las propias. Los venerables ancestros vivientes se encargan de aclarar que antes de comenzar la re-escritura de cierto material, se debe leer atentamente, captar la idea y masticarla, procesarla según la propia realidad e intimidad.
El jovenzuelo se larga entonces a noches enteras de lecturas y busca entre las páginas polvorientas de su biblioteca el relato que le haga despertar esas ansias de escribir. Uno a uno surgen como invocados por la magia, los autores de la infancia, de la adolescencia y se llega finalmente a los de la juventud. Todos han dicho lo que dijeron de la mejor manera posible, no es posible darle otra forma a lo ya dicho sin cambiar su esencia. Pero en ese preciso momento en que el joven está por rendirse, se percibe entre las rendijas de ciertas líneas, una idea.
Sí, la gloriosa idea pura emerge de las palabras de algún hombre enterrado ya con los honores correspondientes y se larga entonces el futuro escritor a la labor de la masticación, del procesamiento. Y mientras lee y re-lee se pregunta si habrá entendido bien, si la re-elaboración que surge de a poco en su mente será apropiada a esta idea, y no se pregunta (porque no se lo permite) si debe serle fiel a esa idea o sólo dejarla divagar y cobrar otra forma, metamorfosearse en algo completamente diferente y por lo tanto completamente propio. No, lo propio aun no sirve, aun no se han tragado tomos y tomos de la Britannica, no se ha devorado los Annales y no han escrito dramas modernos según los principios griegos. Pero tiene un idea, ¡una idea ajena!
Sin embargo, pasan las horas, los días y la idea se vuelve tortuosa, se deforma, los que leen sus elaboraciones dicen que no ha sabido captar el verdadero meollo del asunto, que no ha sabido leer con justicia. El joven se ofusca pensando que no sirve para esto, que no sabe juzgar su propio talento, odia sus letras y piensa que no es digno de las ideas de otros, que mejor que ellos nadie lo dirá jamás y que todo está dicho. Y ahí surge de nuevo: todo está dicho, pero todo puede decirse de nuevo, siempre de manera diferente. Y el jovenzuelo lo vuelve a intentar, se devana los sesos y manda al cuerno a los venerables y a los que hablaron antes y no se dejan abordar ahora, a los libros y a los críticos, a todos menos a la idea. Esa Atenea de los escritores que causa desvelos y se viste y disfraza, que corre por los bosques de ladrillos sin dejarse atrapar nunca y en ese escaparse eternamente, construye los caminos que a los hombres tanto nos gusta caminar.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

Horrens

El pánico a la hoja en blanco es ya muy conocido por todos, escritores y no tanto.
Sin embargo, lo que no creo que se conozca tanto, y me temo que sea por una cuestión de orgullo, es el terror al ridículo de quien escribe y no puede parar. Aquellos a quienes se llamara grafómanos (que los hay de diferentes grados) poseen manos con dedos que jamás se detienen si hay frente a ellos, una hoja y un papel. Claro que el hecho de escribir mucho no hace al escritor y mucho menos al buen escritor aun cuando, en materia de literatura, no sea del todo válido el dicho de "lo bueno si breve..." Y aquí me detengo ¿Por qué me detengo? ¿Acaso supongo que todos conocen el dicho? Y así fuera, ¿por qué no pronunciarlo hasta el final, si aquí no hay saliva ni papel que salvar de las interminables repeticiones? No lo sé, pero me doy cuenta de que tiendo, yo también, al ahorro de lo consabido: ¿para qué decirlo si todos lo sabemos?
Bueno, yo no doy por hecho que ustedes, mis queridos lectores imaginarios (porque todos los lectores, cuando las palabras están siendo tipeadas, son sólo espectros de figuras vistas en las veredas) sepan nada antes de que yo lo diga. Tal vez a muchos mis escritos se les vuelvan repetitivos, tal vez a otros muchos se les hagan aburridos, pero ¿cómo sobrevivir a todo ese excedente de palabras que uno acumula en los recortes de sus creaciones en aras de la brevedad endiosada?
Volcándolo acá.
Y ahora, con el espíritu aliviado, sigo mi tarea de leer que, necesariamente, conllevará horas de acumulación de palabras que, tal vez, no lleven a nada concreto y deban ser, una vez más, volcadas aquí.