sábado, 22 de noviembre de 2008

Prolijidad

Es cierto que fui siempre prolija: no me entiendo en medio del desorden. Tal vez sea producto del gran desorden mental que pide un orden fácil en las cosas del mundo para poder captarlas o tal vez sea producto de una rigidez cerebral que impida la comprensión de las cosas que no son militarmente ordenadas. Sea como sea, arruino cualquier diversión.
Dada la consigna de hacer un cuento para chicos, me largué a escribir: amo las historias en las cuales todo vale y, en ésta, había que transformar un objeto. Mi muelle se hacía barco y lanzaba al protagonista a una isla misteriosa en medio del Atlántico en plena noche, aunque en la isla era de día... Una trama que, en manos de cualquiera, era prometedora. En las mías también.
Me dejé llevar por la punta roll de mi birome y, para cuando terminé, tenía en mis manos un ejemplo de prosa y gramática correctas, una joya de la redacción y un aburrimiento soberano. Como dijo quien lo escuchó de mis propios labios: "No tengo nada que marcar, está todo en su lugar". Y no sé por qué me supo a la peor crítica que hubieran podido hacerme.
Me dije que no debería estar todo en su lugar, que para ser divertidas, las historias tienen que descontracturar los pensamientos y desquiciarlos con la imaginación. Si todo está en su lugar, es ignorable, como todos bien sabemos, como aquella carta inconveniente que nadie pudo encontrar en el cuento de Poe porque estaba, justamente, en el lugar de las cartas. No llamaba la atención, estaba en su lugar.
La literatura tiene que poder sacarnos un poco de lugar, tiene que lograr la catarsis de las pupilas dilatadas y los párpados abiertos de par en par, o la relajación ausente de las elucubraciones acerca del posible desenlace de la acción, o llevarnos a la repetición de esa frase orgásmica. Sin estas posibilidades de desmontar la percepción y dislocarla un poco con la imaginación, con los sonidos o las imágenes, los textos se vuelven dignos de un manual de escuela: ejemplo perfecto de una redacción prolija y nada más.

sábado, 15 de noviembre de 2008

"prosas"

El objetivo era poder escribir con un número adecuado de clichés y un lenguaje "de barrio" (porque parece que en todos los barrios de la república se habla de la misma manera) alguna escena donde una circunstancia o hecho menor se convirtiera, para los personajes, en cuestión de vida o muerte. De más está decir que no me salió. Pero no es un fracaso mediano, de esos que se superan con práctica, no: es un fracaso esencial, como que no puedo ponerle salsa de tomate a un panqueque con dulce de leche, una cosa así.
Terrible la sensación de inadaptada social (o cultural, dependiendo el campo de estudio desde el cual me hagan la biopsia) que me invadió al enfrentar la hoja en blanco y decirme que hasta el mismísimo Borges había incursionado en escrituras de tipo "barrial", para divertirse, ¿vio? Nada, no lo conseguí ni un poquito. Parece que aquél barrio que dejé hace ya 15 años, lo dejé, de verdad, anclado al otro lado del Leteo y Mnemosine no quiere venir en mi ayuda.
No puedo explicar la vergüenza y la frustración de sentirme "menos argentina" por no poder esgrimir con absoluta soltura un tono de intimidad callejera, de complicidad veraniega a la sombra de los moros, de secarse al sol contra la pared de ladrillos...
Será que aprendí a hablar de los libros, o tal vez que mis viejos me mataban si me escuchaban usando algunos de los términos de por ahí. Quién sabe. La cuestión es que cuando me enfrenté al mundo de barrio posible, en mi papel no hubo conjuro y el universo de facturas con mate faltó a la cita.

domingo, 9 de noviembre de 2008

Sueños

Las palabras desgarradas de una mujer a la que le han arrebatado la posibilidad de amar suenan hace más de diez días en mi casa: resuenan en los pasillos, en las paredes y hasta en mi memoria.
Sus palabras simples, su falta de adjetivos lo hace todo tan sórdido y tan profundo que dan ganas de llorar. La articulación de su voz se deshace en gránulos de dolor y resbala sobre mi piel como si fuera mi propio dolor. Pero ya no lo es.
Los mundos posibles del papel se han vuelto demasiado reales, muy marrones y grises como las ciudades y ya no tengo ganas de reformularlos. Arranco las hojas y comienzo de nuevo tantas veces que ya he desplumadno universos enteros en mis esfuerzos por dejar atrás toda memoria.
Y entonces la noche me alcanza.
Poblada de misterios como pocos lugares, la oscuridad se extiende sobre mi cuerpo tibio y desparrama las criaturas de mi mundo real sobre mis sueños y se vuelven míticos: la selva negra alemana con su frío y su humedad, con sus atrocidades, se alza sublime delante de mí, tras el río que delimita mi pueblito feliz donde aun brilla el sol de la infancia. Pero al cruzar el río, al partir de los Campos Elíseos, las almas insepultas del pasado se abalanzan sobre mí y me piden con gritos de ojos enrojecidos que vuelva a la ciudad, que regrese y hable.
Huyo.
Al volver no puedo hablar, el terror me invade y a corta distancia una niña me observa reprochando mi silencio.
¿Es que puedo acaso hacer más? Ya sé lo que ella responde aunque se calle: sí, podés. Creá esos mundos de papel donde la ausencia y la partida no existan, donde las noches fatídicas sean un oxímoron y en los que el sol de la infancia nunca llegue a alumbrar la selva siniestra.