Es cierto que fui siempre prolija: no me entiendo en medio del desorden. Tal vez sea producto del gran desorden mental que pide un orden fácil en las cosas del mundo para poder captarlas o tal vez sea producto de una rigidez cerebral que impida la comprensión de las cosas que no son militarmente ordenadas. Sea como sea, arruino cualquier diversión.
Dada la consigna de hacer un cuento para chicos, me largué a escribir: amo las historias en las cuales todo vale y, en ésta, había que transformar un objeto. Mi muelle se hacía barco y lanzaba al protagonista a una isla misteriosa en medio del Atlántico en plena noche, aunque en la isla era de día... Una trama que, en manos de cualquiera, era prometedora. En las mías también.
Me dejé llevar por la punta roll de mi birome y, para cuando terminé, tenía en mis manos un ejemplo de prosa y gramática correctas, una joya de la redacción y un aburrimiento soberano. Como dijo quien lo escuchó de mis propios labios: "No tengo nada que marcar, está todo en su lugar". Y no sé por qué me supo a la peor crítica que hubieran podido hacerme.
Me dije que no debería estar todo en su lugar, que para ser divertidas, las historias tienen que descontracturar los pensamientos y desquiciarlos con la imaginación. Si todo está en su lugar, es ignorable, como todos bien sabemos, como aquella carta inconveniente que nadie pudo encontrar en el cuento de Poe porque estaba, justamente, en el lugar de las cartas. No llamaba la atención, estaba en su lugar.
La literatura tiene que poder sacarnos un poco de lugar, tiene que lograr la catarsis de las pupilas dilatadas y los párpados abiertos de par en par, o la relajación ausente de las elucubraciones acerca del posible desenlace de la acción, o llevarnos a la repetición de esa frase orgásmica. Sin estas posibilidades de desmontar la percepción y dislocarla un poco con la imaginación, con los sonidos o las imágenes, los textos se vuelven dignos de un manual de escuela: ejemplo perfecto de una redacción prolija y nada más.
1 comentario:
Hoy comenta Kafka:
Si el libro que leemos no nos despierta como un puño que nos golpea en el cráneo ¿para qué lo leemos? ¿para que nos haga felices? Dios mío, también seríamos felices si no tuviéramos libros, y podríamos, si fuera necesario, escribir nosotros mismos los libros que nos hagan felices. Pero lo que debemos tener son esos libros que se precipitan sobre nosotros como la mala suerte y que nos perturban profundamente, como la muerte de alguien a quien amamos más que a nosotros mismos, como el suicidio. Un libro debe ser como un pico de hielo que rompe el mar congelado que tenemos dentro."
Publicar un comentario