jueves, 25 de septiembre de 2008

Re-escrituras

La re-escritura es el comienzo obligado de todo escritor que intente hacerse camino en esta labor: siendo joven y sin mucho que decir o sin saber cómo, apelar a la escritura de ideas ajenas puede ayudar a esclarecer las propias. Los venerables ancestros vivientes se encargan de aclarar que antes de comenzar la re-escritura de cierto material, se debe leer atentamente, captar la idea y masticarla, procesarla según la propia realidad e intimidad.
El jovenzuelo se larga entonces a noches enteras de lecturas y busca entre las páginas polvorientas de su biblioteca el relato que le haga despertar esas ansias de escribir. Uno a uno surgen como invocados por la magia, los autores de la infancia, de la adolescencia y se llega finalmente a los de la juventud. Todos han dicho lo que dijeron de la mejor manera posible, no es posible darle otra forma a lo ya dicho sin cambiar su esencia. Pero en ese preciso momento en que el joven está por rendirse, se percibe entre las rendijas de ciertas líneas, una idea.
Sí, la gloriosa idea pura emerge de las palabras de algún hombre enterrado ya con los honores correspondientes y se larga entonces el futuro escritor a la labor de la masticación, del procesamiento. Y mientras lee y re-lee se pregunta si habrá entendido bien, si la re-elaboración que surge de a poco en su mente será apropiada a esta idea, y no se pregunta (porque no se lo permite) si debe serle fiel a esa idea o sólo dejarla divagar y cobrar otra forma, metamorfosearse en algo completamente diferente y por lo tanto completamente propio. No, lo propio aun no sirve, aun no se han tragado tomos y tomos de la Britannica, no se ha devorado los Annales y no han escrito dramas modernos según los principios griegos. Pero tiene un idea, ¡una idea ajena!
Sin embargo, pasan las horas, los días y la idea se vuelve tortuosa, se deforma, los que leen sus elaboraciones dicen que no ha sabido captar el verdadero meollo del asunto, que no ha sabido leer con justicia. El joven se ofusca pensando que no sirve para esto, que no sabe juzgar su propio talento, odia sus letras y piensa que no es digno de las ideas de otros, que mejor que ellos nadie lo dirá jamás y que todo está dicho. Y ahí surge de nuevo: todo está dicho, pero todo puede decirse de nuevo, siempre de manera diferente. Y el jovenzuelo lo vuelve a intentar, se devana los sesos y manda al cuerno a los venerables y a los que hablaron antes y no se dejan abordar ahora, a los libros y a los críticos, a todos menos a la idea. Esa Atenea de los escritores que causa desvelos y se viste y disfraza, que corre por los bosques de ladrillos sin dejarse atrapar nunca y en ese escaparse eternamente, construye los caminos que a los hombres tanto nos gusta caminar.

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