El pánico a la hoja en blanco es ya muy conocido por todos, escritores y no tanto.
Sin embargo, lo que no creo que se conozca tanto, y me temo que sea por una cuestión de orgullo, es el terror al ridículo de quien escribe y no puede parar. Aquellos a quienes se llamara grafómanos (que los hay de diferentes grados) poseen manos con dedos que jamás se detienen si hay frente a ellos, una hoja y un papel. Claro que el hecho de escribir mucho no hace al escritor y mucho menos al buen escritor aun cuando, en materia de literatura, no sea del todo válido el dicho de "lo bueno si breve..." Y aquí me detengo ¿Por qué me detengo? ¿Acaso supongo que todos conocen el dicho? Y así fuera, ¿por qué no pronunciarlo hasta el final, si aquí no hay saliva ni papel que salvar de las interminables repeticiones? No lo sé, pero me doy cuenta de que tiendo, yo también, al ahorro de lo consabido: ¿para qué decirlo si todos lo sabemos?
Bueno, yo no doy por hecho que ustedes, mis queridos lectores imaginarios (porque todos los lectores, cuando las palabras están siendo tipeadas, son sólo espectros de figuras vistas en las veredas) sepan nada antes de que yo lo diga. Tal vez a muchos mis escritos se les vuelvan repetitivos, tal vez a otros muchos se les hagan aburridos, pero ¿cómo sobrevivir a todo ese excedente de palabras que uno acumula en los recortes de sus creaciones en aras de la brevedad endiosada?
Volcándolo acá.
Y ahora, con el espíritu aliviado, sigo mi tarea de leer que, necesariamente, conllevará horas de acumulación de palabras que, tal vez, no lleven a nada concreto y deban ser, una vez más, volcadas aquí.
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