En las soleadas calles de Buenos Aires, los cafés empiezan a poblarse de gente que se da al placer de las más variadas bebidas. Entre ellas, el preferido es y (me atrevo a decir será) el café. Ajenos a las vastísimas variedades italianas gozamos, sin embargo, de algunas propias como la lágrima, el cortado y el capuchino. Ah, veo que abren los ojos como dos monedas de oro... Y sin embargo, el capuchino ya es una variedad propia. Hemos dejado atrás el néctar de café, chocolate, crema y canela para darle un nombre sofisticado al antiguo cortado en jarrito. Pero las cosas se complican un poco más y, fanáticos como somos de las historias fantásticas propias del Buenos Aires de Borges, dejamos que los antiguos nombres coexistan en las cartas y tenemos el tupé de agregar a un costado "a la italiana". Claro, frente a semejante aclaración, el paseante no puede menos que exclamar asombrado "¿Es que acaso hay otro tipo de capucino que no sea a la italiana?" El mozo que, invariablemente, no tendrá más de 24 años lo mirará como se mira a un dinosaurio y explicará con pocas ganas que el capuchino es otra cosa y que la carta, gracias a cierto internacionalismo del que goza, puede ofrecer, además, el capuchino como se hace en la msimísima Italia. Resignados, pediremos "la variedad internacional" y nos quedaremos pensando qué entenderá este mocoso por "cortado en jarrito". Al instante nos damos cuenta de que, seguramente nos miraría sin un dejo de paciencia y nos explicaría que tal cosa no existe, que se llama capuchino.
Y es que cuando las palabras dejan de señalar inequívocamente, se prestan a la chanza y a la broma sobre aquellos que pensábamos que algo había en las cosas que justificaba el nombre. He notado que los mocosos de 24 años que suelen trabajar en los bares, han dado con la refutación a la teoría Benjaminiana del lenguaje: las palabras y las cosas no tienen reminiscencia alguna con el lenguaje primordial, señalan lo que se nos antoja que señalen. Y punto.
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