martes, 25 de diciembre de 2012

Navidades

Hace unos pocos años, la Navidad significaba ropa interior sexy y llamados telefónicos durante toda la noche, rezongar un poco por las líneas congestionadas y pasar la noche imaginando lo que hubiera sido pasarla junto al hombre que amaba.
Hace unos cuantos años, la Navidad era ir a la casa de mis tíos, de mis abuelos, festejar en familia y extrañar a esa otra parte de la familia a la cual nunca veía y de la cual me sentía parte. Tal vez porque aceptaban sin discutir mucho, tal vez porque eran tantos que no había tiempo de andar notando cada pequeño detalle desagradable, si algo no les gustaba sólo se alejaban.
Hace muchos más años, sin embargo, la Navidad era algo grande: era vestirse lindo y oler a jazmines, era esperar el atardecer porque sabía que llegaba ese momento en que papá ponía el auto en marcha y, finalmente, nos poníamos en camino a la casa de mis abuelos paternos donde nos esperaba una familia enorme, con primos molestos y primas a carcajadas, donde había un árbol gigante lleno de luces y adornos y un tanque australiano lleno de agua en el fondo. Al día siguiente, iríamos a festejar el cumpleaños de mi abuelo materno y la Navidad propiamente dicha a casa de mis abuelos maternos, con toda la familia, donde las cosas eran más medidas y más controladas, donde nadie gritaba y nadie jugaba mucho, donde contaba más el voladito del vestido que cuán alto podías trepar a los árboles. Tal vez por eso me gustaba más la otra parte de la familia... yo arruinaba los volados trepando a los árboles.
Sin embargo nadie me quiso nunca como mis abuelos maternos, nunca jamás tuve un hogar como su casa: el mundo podía acabarse que bastaba con subirse a un colectivo y llegar al cruce de vías inmediatamente después de la estación de trenes, todo empezaba a mejorar. Sólo me veían llegar y preparaban el té, calentaban el auto y me decían que "justo" iban a ir a Luján ese día. Entonces, me subía al auto y perdía la mirada en el paisaje que se iba transformando en campo de a poco hasta llegar. Al llegar, íbamos directamente a la basílica y, al entrar, el silencio, el fresco, la media luz... toda llenaba de paz los pulmones donde el dolor ardía a llamaradas. Ellos sabían, de alguna forma, en algún momento, se dieron cuenta de que ese lugar calmaba los males del mundo en mí.
Ahora, lejos de aquellos días en que el 24 era emocionante y el 25 era el amor, siento bronca. Hoy paso las fiestas junto al hombre que amo, viendo correr a mi alrededor a hijita que hicimos juntos, bailando y hablando vaya a saber uno qué cosa y, aún así, me duele haber perdido la sensación de que todo iba a estar bien con tan solo llegar al paso nivel que sigue a la estación de trenes.

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